Vientre de niña

Cuando cierro los ojos, antes de dormir, aún puedo escuchar el llanto de mi bebé. Fue hace algunos años ya, pero la herida todavía es grotesca, me derrama la sangre y me agota la vida. Las drogas a veces me ayudan a mitigar el recuerdo, pero la imagen de mi criatura la llevo impresa en los parpados. No sé cuántas veces he intentado quitarme la vida; pero el bastardo de Oscar no me deja. Lo que me da de beber no es suficiente para ahogarme, lo que me da para fumar nunca me seca los pulmones, y lo que me inyecta nunca hace que me hierva la sangre. Aquí me tiene encerrada. Haciéndole los encargos a sus amigos. Siempre callada, siempre tranquila. Pero nunca muerta.

Según entendí mientras crecía, a mí y a mi padre nos abandonó mi madre cuando apenas era yo un bebé. De todas las heridas que he contraído, esa fue la primera. Mi papá nunca fue, en verdad, un padre. En el sentido estricto de la palabra, claro que lo fue, el embarazó a mi madre (o al menos eso entendí yo), pero nunca me cuidó, nunca me abrazó, no me alimentó, ni me enseñó a limpiarme o vestirme o hablar o nada. Siempre me culpó de que mi mamá lo dejara, decía que yo la había puesto loca. Me tenía ahí solo para cobrar la ayuda del gobierno. Y con eso se financiaba los licores. Pero eso sí, siempre hubo comida en casa, muy poca, pero siempre había. Creo que eso era lo único que hacía por mí. Aprendí desde muy pequeña a quedarme callada, porqué cuando vi que los otros niños de la cuadra iban a la escuela y pregunté por qué yo no, me dio una bofetada y un regaño que todavía en recuerdos me hacen temblar. Todo lo que aprendí fue en la calle.

Y fue justo en la calle que conocí a Oscar. Tenía yo algunos trece años, no pudieron haber sido más. Se me acercó cuando me vio caminando por la calle. Me vio temerosa, obviamente, pero con la promesa de alimento me conquistó. Me dijo que me buscaría nuevamente y no presté mucha atención. Pero al otro día lo vi de nuevo. Y de nuevo me dio de comer. Y así todos los días, hasta que ya no le tuve miedo. Entonces me llevó a comprar ropa. Me dejó escoger lo que yo quisiera, sin peros. Él solamente eligió una cosa: un vestido azul, de verano. Con tirantes delgados y entallado en la cintura. Me dio pena ponérmelo porque se me veían las rodillas, que no estaban limpias. Pero me dijo que me veía muy bonita y me sonrió. Y creo que yo también sonreí. Cuando me dejó en mi casa me dio un beso en la boca, y me dijo que pasaría algo de tiempo antes de vernos de nuevo. Todos los días del mes que no lo vi me puse el vestido. Las señoras de en frente me enseñaron a mover el cabello y a caminar moviendo la cadera. Un día me robé un jabón y me bañé como pude, con una llave de agua que había afuera de la casa. Cada que pensaba en ese beso se me aceleraba el corazón. Y el día que escuché la moto de Oscar subiendo la calle, no pude hacer más que correr a ponerme el vestido y arreglarme el pelo como pude. Cuando llegó, ni siquiera se pudo bajar de la moto y ya estaba yo abrazándolo, diciéndole cuanto lo extrañé.

Fuimos a la feria. Comimos cosas llenas de azúcar y nos subimos a los juegos. Estuvimos tomados de las manos y nos abrazamos en la rueda de la fortuna. Me hizo reír toda la noche. A pesar de haber estado con él, es uno de los pocos momentos de mi vida en que recuerdo haber sido realmente feliz. No me preocupé de nada, al menos por una horas. Pero en la noche, cuando todo había terminado, no me llevó a mi casa. Me llevó a la de él. Estúpida yo, no supe lo que me iba a pasar.

Me quieres. Me preguntó.

Te amo. Le respondí.

Recuerdo que su sonrisa fue suficiente respuesta para mí. Cuando entré a la casa todo estaba muy oscuro. Mi emoción no me dejó ni percibir un poco del olor a alcohol y humo. Jamás, con mi poco tiempo en esta mierda de vida me pude imaginar lo que estaba a punto de suceder. Me metió en un cuarto y me empezó a besar. Primero suave, como aquella vez, pero luego me empezó a besar el cuello y a querer quitarme el vestido. De pronto ya no estaba tan cómoda como antes. Sentía sus manos pesadas moverse sobre mi cuerpo y su respiración demasiado cerca. Parecía estar escuchando a un cerdo jadeando. Pesado. Graznando cada vez más fuerte. Lamiéndome. Dejando su saliva espesa sobre mi cuello.

Oscar esto no lo quiero.

Dijiste que me amabas.

Y no pude hacer más que ceder. Me empujó contra la cama y comenzó a frotarse contra mí. Con sus movimiento grotescos y arrítmicos. Ansioso por mi carne, su sudor cayéndome en la cara. Entre jadeos me besaba los senos, apenas brotando. Me basaba el torso, me lamía todo lo que podía, mientras torpemente intentaba quitarme los calzones. Intenté quitarlo, pero ya se había vuelto simio, cerdo o lo que fuere en ese momento. Cuando se levantó él para quitarse la ropa intenté salirme de la cama, pero el monstruo me tomó de los tobillos y me jaló hacia él.

Te mueves y te mato, pendeja.

Y entonces pensé en mi padre. Alcohólico, pero al menos me ignoraba. Y cuando lo tuve encima de nuevo me puse a llorar. Pero en silencio, inútilmente. Queriendo morir. Ahogarme.

Es de lo peor que me ha pasado en la vida. Mi cuerpo yaciendo límpido, siendo abollado brutalmente por una bestia. No hubo caricias, no hubo susurros. Fue él un cazador furtivo, buscando implacable a su presa, a mí, que no tenía cómo defenderme. El orgasmo fue lejos de compartido. Terminó él con espasmos asquerosos, llenos de orgullo. Sentí su eyaculación densa y pesada en mis adentros y me quise morir. Se quitó de encima de mí y se fue a limpiar. Y yo lloré. Y seguí llorando hasta que me desmayé.

Me desperté afuera de mi casa, a mitad de la noche, mal vestida y abandonada. Me lavé como pude ahí en la calle, con la poca agua que salía de la llave. Cuando entré no estaba mi padre. Por poco tiempo seguí mi vida como de costumbre. Oscar nunca volvió a aparecer.

Cuando comenzaron los vómitos no pude hacer mas que ignorarlos. Las ganas de llorar todo el tiempo solamente las acepté. El dolor en mis senos se lo atribuí al crecimiento. El hambre la sacié robando lo que podía. Mi marco, siempre delgado, comenzó a hincharse poco a poco. Nunca dije nada a mi padre, para evitar otro regaño. Me hice cada vez más reclusa, solamente salía por la noche para robar algo de comer de los mercados, o algo que alguien me diera.

El dolor del parto me comenzó en la espalda, se escurrió hacia mi vientre y me debilitó las piernas. Gemía del dolor, estaba muy niña para aguantar eso. Mi padre se alzó de su sopor cuando escuchó y entonces le pedí ayuda.

Vete a la verga de aquí, pinche zorra. Yo no voy a estar cuidando bastardos.

Lloré y supliqué.

Tú ni siquiera eres mi hija, lárgate.

Salí a la calle, asustada y adolorida vagué por varias horas, hasta que llegué a un callejón y me desplomé. Mi desesperación aumentaba por segundo. Pensé que ahí moriría, entre basura y escombro, con las piernas abiertas, escurriéndome la vagina de sangre, llorando. Pero no hubo muerte. Hubo vida. Como me dio a entender mi cuerpo pujé y pujé, hasta que nació mi niño. Vi a esa personita ahí tirada, cubierta de sangre y líquidos y tierra. Lo vi retorcerse y llorar, gritando, desesperado. Y yo atormentada. Tomé una piedra que había cerca y rompí el cordón. Lo tomé entre mis manos y se tranquilizó un poco, pero no sé que pasó por mi mente. Creo que nada. Porque me levanté con él y lo tiré a un basurero. Me alejé del lugar, rápido, para alejarme de ese llanto que me acusaba, de esos gritos que a mí también me dolían. Me alejé y me alejé, pero nunca fue suficiente para dejar de escuchar esos sollozos que me hacían retorcer por dentro. Hasta que entendí que lo que estaba escuchando no era mi bebé, era yo, que no podía dejar de gritar.

Oscar. Oscar. Fue Oscar.

Eso era todo lo que podía decir. Y cuando me hallaron en la mañana, pues con él me llevaron. Todos los Oscares del mundo y tenían que llevarme con ese demonio. Cuando me vio me metió a su cuarto y aunque sentí el mismo terror que aquella vez, no hice nada. No podía hacer nada. Pero cuando entró me inyectó algo en el brazo y al fin me tranquilicé. Cuando me levanté estaba en otro cuarto, con un grillete en el pie. Sentí los líquidos escurriéndome y supe lo que había pasado.

Aquí llevo años. Siempre en silencio. Pero pronto voy a morir, puedo sentirlo. Y cuando lo haga, voy a gritar. Voy a gritar y me va a escuchar todo el mundo. Pero no van a ser mis gritos. Van a ser los de mi hijo, porque todavía los llevo aquí; dentro de mi vientre.

Y tendrán que enfrentarse al horror de saber que fueron ellos los que me abandonaron.

Los que nos abandonaron.

Gerardo Gómez Ríos

Esposo, padre, hijo, ingeniero y autor.

https://www.gomezrios.com
Anterior
Anterior

Invierno

Siguiente
Siguiente

La verdadera cara del amor