Invierno

Te veo desnuda cuando entro al cuarto.

Ven. Déjame quitarte la ropa.

Me siento sobre la cama, de espalda a ti. Te acercas a mí, me besas el cuello. Un beso lento, pausado. Siento el calor de tu aliento. Tus manos toman mi camiseta y la levantas. Besas mi espalda. Me la terminas de quitar y te subes en mi regazo. Me besas en la boca. Tu lengua caliente manda un relámpago hasta los últimos rincones de mi cuerpo. Siento el rozar de tus pezones contra mi pecho, el vaivén de tu cadera presionando la mía. Te bajas de mí, con una mano te apoyas en la cama y con la otra me empujas, suave. Las sábanas están frías. Me desabrochas el pantalón. Tomas el elástico de mi ropa interior entre tus dientes, te volteo a ver. Y nos reímos un poco, es imposible lo que quieres hacer.

Usa las manos. Mi voz es precoz, apresurada.

Me quitas el pantalón con todo y calzón. Nunca te ha gustado perder el tiempo. Las calcetas me las arrancas, prácticamente. Acercas tu boca a mi pene, ya erecto, y tu cálido aliento me eriza la piel. Me molestas. Lo lames desde la base hasta la punta. Me sale un gemido. Se me arquea la espalda. Se me cierran los ojos. Y siento tu sonrisa.

Te trepas sobre mí. Tus manos sobre mi pecho, tu senos cubiertos por tu cabello, tu cadera moviéndose a un ritmo constante, tu vagina húmeda y caliente, y tu cara perdida entre el ahora y el infinito. Entro en trance. Nuestro cuarto se transforma en una pradera. Puedo ver el cielo azul profundo, siento el roce del pasto, el leve murmuro del viento. Los animales silvestres se acercan a vernos y no pueden hacer más que copular ellos también. Aves, mamíferos, insectos, todos nos ven. Depredadores y presas absortos en nuestro amor; consumidos, también, por la primavera que hemos creado. Pero poco a poco comienza a subir la temperatura. Y de pronto tu ritmo ya no me parece suficiente. Te acerco a mi cuerpo. Te volteo. Tomo el control. Me dejas. Tus piernas se enrollan en mi cadera. Incremento el ritmo. Me hundes la uñas en la espalda. Me motivas a ir más rápido. Sigo empujando, abrazando todo tu cuerpo para evitar que te muevas. Nuestra respiración se acelera, nos besamos apenas, nuestros alientos se mezclan en nubes espesas y calurosas que suben al cielo y arrecian al sol. Me pega fuerte en la espalda, pero me gusta. Los animales nos dejan para irse a tirar a las sombras. Pero yo continúo. Se forman perlas de sudor en todo mi cuerpo, el agarre cada vez es más complejo. Me separas un poco de ti, buscas respirar más a gusto. Y comienza la lluvia. La siento primero bajo mis rodillas, me chorrea la espalda. Mi cuerpo evita que el tuyo se moje; pero solo al principio. Pronto tú también estás empapada. Nos sonreímos, pero no me ves, al menos no como siempre lo haces. El viento cálido del verano se hace áspero, amargo. Busco mantener el ritmo, pero es difícil. Estoy cansado y tú también. Continúo empujando por pura inercia, nuestros cuerpos ahora separados. Te quiero sujetar, mantenerte más cerca de mí. Pero te escabulles hacia atrás y me separas de ti. La lluvia se transforma en nieve. Ningún animal queda en la pradera. El silencio del invierno es espeluznante.

Me tumbo a tu lado, buscando tu mirada, tu tácito consuelo. Pero ya te has levantado de la cama. Ahí en nuestro cuarto blanco, tirado sobre el lecho, siento el frío reptarse lentamente en mí. Duermo sobre hielo.

Cuando despierto tú ya no estás aquí.

Gerardo Gómez Ríos

Esposo, padre, hijo, ingeniero y autor.

https://www.gomezrios.com
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