Las lágrimas de Regina

Descalza se paseaba Regina, arrastrando, pensativa, sus pequeños y blancos pies por la madera de su cuarto. Algo dudosa, pero serena, se posaba en frente de la ventana. Duraba poco tiempo ahí, unos brazos invisibles la halaban de los hombros y la forzaban a retroceder. Ella luchaba contra esta fuerza espectral, pero su pequeño cuerpo de ocho años no servía mucho para este efecto.

Se veía forzada a detenerse a meros pasos de la ventana, contemplando desde ahí el cielo cambiante. El tiempo pasaba, los minutos se hacían horas, las horas días y los días semanas y ella solamente esperaba el momento de encontrarse ante la ventana una vez más. Juntaba sus fuerzas y nuevamente se aventuraba. Lo hacía lentamente, como evitando perturbar a esa fuerza que la mantenía lejos de su objetivo. Por los breves instantes en que su mirada atravesaba el cristal podía ver muchísimas cosas diferentes, cada una tan maravillosa como las demás.

En una ocasión vio un atardecer, los últimos rayos de fuego pintando un cielo rosa que se transformaba en morado y supo lo que era la esperanza. En otra ocasión vio a una parvada de pájaros y aprendió la envidia, ¿por qué podían ellos volar y ser libres? Aprendió la amarga decepción cuando una vez que logró asomarse, no vio absolutamente nada y cuándo fue removida de la ventana lloró por varios días, incapaz de comprender que el anochecer es una cosa común; al menos en esta parte del mundo. Sin embargo, a pesar de todas las cosas que había visto a través de su ventana con el pasar de los años, su favorita era cuando lograba ver a otros niños jugar. Durante meses se imaginaba libre, ahí afuera con ellos, pateando una pelota o saltando la cuerda. Trepando árboles o siendo perseguida por un perro. Andando en una bicicleta o comiendo helado sentada en la banqueta. Bajando al río tan sólo para tropezarse y rasparse las rodillas para luego volver llorando y recibir un beso y un cariño de su madre.

Pobre Regina, ahí sola en su cuarto oscuro y frío extraña el picor del sol y el rozar del viento.

Pobre Regina, ahí sola en su cuarto oscuro y frío se apaga el brillo de sus ojos y se extingue el rubor de sus mejillas.

Pobre Regina, ahí sola en su cuarto oscuro y frío no comprende que su vida le fue arrebatada, pero ni la parca es capaz de llevarse a una criatura tan hermosamente melancólica.

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En este mundo no hay nada más empático que un niño pequeño. Ya que a falta de experiencia en la razón, se ven obligados a discernir el mundo que los rodea a través de la emoción. Se dio la ocasión en que un niño caminaba por la banqueta con su madre, tomados de las manos, cuando sintió la pesadez profunda de una mirada ajena. Volteó para sorprenderse, porque vio a una niña llorando.

Vio dos ojos que parecían vencidos por el inevitable pasar del tiempo, con las comisuras caídas y tristes, como si a todo momento estuvieran recordando. De esos orbes verdes brotaban las lágrimas que lloran los viejos cuando reparan sobre el hecho de que nunca volverán a ser jóvenes. Las vio deslizarse por una mejilla pecosa y pasar al lado de una boca carmín, pero opaca por la falta de uso. Las vio caer, terribles y pesadas, hacia el suelo.

Su mente se llenó de duda y no tuvo más remedio que detener su andar, y preguntar:

– ¿Mami? –

Su madre se detuvo.

– ¿Por qué llora esa niña? –

Cuando ella volteó a ver la ventana, ya nadie estaba ahí.

Gerardo Gómez Ríos

Esposo, padre, hijo, ingeniero y autor.

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