La Vida

“A ver hijo, ¿quién es el chingón aquí?”

“Tú, papá….”

“Entonces cállate el hocico, y hazme caso.”

“Si.”

“Quítale la ropa.”

Mis movimientos son lentos, pausados, no por sensualidad, por miedo.

“QUÍTALE LA ROPA.”

Lo hago más rápido.

Se la arranca.

“ASÍ CABRÓN.”

La escucho soltar un leve lloriqueo, siento pavor por ella, siento pavor por mí. No quiero estar aquí.

“¡Cállate culera!” Lo oigo gritar a mi lado, lo veo sorber de su tequila, me imagino el raspor de las incontables veces que me ha hecho tragar a fuerza. Quiero vomitar.

La empuja en la cama, le da una cachetada.

“¡A las putas no se les respeta!” Me dice.

“¡Putas son todas!” Me dice.

“Y todas las pinches viejas son iguales. ¡Putas!”

Lo veo sorber de nuevo, se empina la botella y hace gárgaras. Veo el sudor en cumbre de su pecho, el vello grueso y áspero y oscuro que lo cubre como plaga. Veo las manchas amarillas de su camiseta, la tierra entre sus dedos, el color ocre de sus nudillos. Escucho su respirar, pesado y quejumbroso.

“¡Mira!” Me dice.

El tequila aún en su boca, habla gangoso.

“Así se les da tequila a las putas.”

Toma entre su manos la boca de ella, deja resbalar el líquido, más saliva que licor. Veo el asco en su expresión, me retuerce las entrañas, no puedo moverme. No quiero estar aquí.

Se sienta.

Me señala para que tome la botella. Soy lento.

“A… gárrrrrala ca…brón!”

Apenas y puede hablar, su borrachera infame no le permite hacer más que balbucear.

“¡COMO TE ENSEÑÉ!”

Me ve dudoso.

“¡MARICÓN!”

Doy un trago, áspero, amargo, caliente. Parece lo único real en esta escena fantástica.

“¡HAZLO!” Me grita.

La veo, tirada en la cama, golpeada, con llanto.

Me ve, de pie, no golpeado, pero maltratado.

Me inclino hacia ella, dejó fluir el líquido, lo primero que cae en su boca no es mi saliva, sino mis lágrimas. No puedo contenerme, no hago ruido para no enfurecer más a la bestia.

Ella me toca, un leve roce, genuino. Ella sabe y me perdona. Lo único que reconocería como amor por el resto de mis días.

“¿¡A VER QUE ESPERAS!?”

“¡SACATE LA VERGA CABRÓN!”

Ella me ayuda, me desabotona, me baja el pantalón. Me toma entre sus manos, me acaricia, me frota, me roza.

“¡GOLPEALA!” Me grita.

“¡ENSEÑALE QUIEN MANDA!” Me grita.

“¿Porque?” Le pregunto.

Se arremete contra mí. El cuerpo antes destartalado y torpe es ahora un frenesí de enojo, de rabia incontenible. Me tira al piso. La oigo protestar. Él se aleja de mi tan solo para cruzarle la cara de una bofetada. Me patea, me pisotea, me escupe, me grita, me reclama.

La toma a ella, le quita lo poco que le quedaba de ropa. La jala del cabello, se ríe de su forcejeo. La inclina, le golpea un costado. La penetra. Terrible. La abusa.

Su droga no es el alcohol.

Su vicio no es el sexo.

Su droga y su vicio son la ira.

Cuando termina su acto, me fuerza a mí a hacerle segunda. Se sienta a contemplar. Con su mano derecha en la botella y la izquierda en el pene. Me ve.

Me ve.

Me ve mientras hago circo, mientras hago espectáculo, me ve en calidad de animal domesticado. Me ve forzarme encima de esta mujer destartalada, golpeada, que aún escurre de su semen.

Y entonces lo odio. Lo odio por quitarme a esta flor que una vez fue delicada, simple y hermosa. Lo odio por brutalizarla, por brutalizarme.

Se queda dormido y yo me ahogo en llanto. Colapso al lado de ella, apenas puedo respirar. Mi congoja la conmueve, porque me abraza. Me abraza y me da aliento, me dice que no importa, que a ella le gustó. Pero yo sé que miente. Aun así me lo dice.

Me ve años después, tirado en una esquina, embriagado.

La veo yo a ella, pero otra, más dolida, más dejada.

Y me toca y me dice “¿Qué te pasó?”.

Y me toca y la reconozco como esa que me perdonó.

Y la toco y le digo “La vida”.

Gerardo Gómez Ríos

Esposo, padre, hijo, ingeniero y autor.

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