Goleado

Había sucedido lo impensable, México estaba en el estadio Azteca, contendiendo para el título de campeón del mundo. Los boletos para la final se habían agotado desde años atrás, pero nadie se esperaba que fuéramos a ser nosotros quienes jugábamos la final. Para que más gente pudiera ver el juego, el gobierno puso pantallas gigantes afuera del estadio; hubo varias demandas por las televisoras, pero se las pasaron por los huevos. Y ahí estabas tú. Afuera del estadio. Llegaste sólo porque venías del trabajo y el mar de gente era tal, que ni siquiera te molestaste en buscar a tus amigos. 

Antes del medio tiempo le habían anotado dos goles a México. Durante el medio tiempo te comiste una torta. También te tomaste la octava cerveza. Los cubeteros del estadio estaban hasta la madre de trabajo. Todo el mundo estaba tomando desenfrenadamente. Después del medio tiempo México había levantado, estaba atacando ferozmente. La emoción de la gente era palpable. Cada vez que nos acercabamos a la portería se hacía un revuelo. Todos los mexicanos estaban viendo este partido. 

Si tan solo tú hubieras hecho lo mismo.

Por un segundo, de reojo, viste a un hombre darle una cachetada a una mujer. Obviamente volteaste a ver que estaba pasando. No podías escuchar que era, pero le estaba gritando y gesticulaba agresivamente. Viste la intoxicación de ambos. Él por el alcohol y ella por la sumisión. Le pegó nuevamente. Volteaste a ver a tu alrededor, a ver si alguien más estaba viendo este abuso. Querías intervenir pero te detenía el miedo. Ese tipo era mucho más grande que tú. Pero al abuso continuaba, la halaba del cabello, le daba cachetadas, le tiró su cerveza encima y la mujer no hacía nada más que aceptar el castigo. Ahí, justo afuera del estadio Azteca, entre una multitud increíble, un cabrón estaba golpeando a su mujer. Y nadie hacía nada. Nadie los veía siquiera. Excepto tú. Tú estabas viendo esa humillación. Y con cada impacto, tu enojo crecía. Hasta que lograste negar tu instinto de autoconservación, y optaste por la intervención.

¡OYE!, gritabas, déjala en paz.

Intentabas amasar seguidores, tocabas a la gente, les pedías que voltearan a ver. Pero todos estaban hechizados por el fútbol. Algunos incluso te empujan de vuelta, amenazandote si no los dejabas en paz. En ese momento maldecías tu cuerpo, pequeño y frágil por la falta de alimento cuando eras niño. Pero pasaban los segundos y seguían los golpes y la pobre mujer no mostraba señas de querer defenderse. Entonces te atravesaste y quien sabe con qué valentía, empujaste al tipo. Lo agarraste desbalanceado porque se tambaleó un poco y chocó contra alguien en la multitud.

Firmaste tu sentencia de muerte.

Se acercó a ti e inmediatamente te arrepentiste de tu decisión. Te sacaba más de una cabeza de alto y dos hombros de ancho. Con los ojos pelados y las manos alzadas le pedías perdón mientras te tomaba del cuello. Con una fuerza espeluznante te acercó a su cuerpo. Tu cara quedaba a la altura de su pecho. Balbuceaba amenazas. Sus ojos te veían pero no enfocaban. Su sudor y su aliento apestaban a cerveza barata. Querías zafarte pero era imposible. Te tomo del pelo de la nuca y te metió el golpe más certero que jamás habías recibido. Justo en la cara. Se te nubló la vista. Y luego te dió otro en el abdomen. Te doblaste y caíste al piso; con el poco aire que podías agarrar pedías clemencia. Te arrastrabas hacia atrás para escaparte, pero la gente era demasiada, no había espacio para escapar. Ayuda, decías espantado. Con un brazo tomabas tu vientre, para calmar el dolor y con el otro buscabas ayuda en los pies de los demás espectadores. Nadie te hacía caso, tan solo sacudían el pie, como si hubieran pisado alguna basura.

Veías al tipo que te volteaba a ver y después a su mujer. De uno a otro, como decidiendo quién sería la víctima. Y entonces ella, buscando salvar su pellejo, comenzó a apuntarte. A decirle que te golpeara. A él, a él. Apuntaba. Ni siquiera tuviste tiempo de sentir rencor hacia este ser que pretendías ayudar, porque ya te estaban pisando la cara. Y al mismo tiempo México anotaba su primer gol. Todos explotaron en alegría. Y tu nariz explotó en sangre. 

El bruto se agachó para jalarte de la camisa y ponerte en una posición más cómoda para él. La mujer empezó a patearte también; las piernas. Como diciendo, “no te quiero hacer daño, pero necesito que sepa que lo apoyo”. Te cayó con la rodilla en el pecho. Sentiste un punzón y escupiste sangre. Seguramente te había perforado un pulmón. Dabas bocanadas intentando respirar, pero no sucedía nada. Otro golpe en la cara. Dos o tres dientes fuera. Otro golpe. Otro. Otro. Ya no escuchabas nada más que un zumbar. Viste a la gente saltar nuevamente, se abrazaban. Habían empatado. Otro golpe. 

Todavía te movías y eso hizo enojar más a la bestia. Te tomó de la cabeza y empezó a azotar tu nuca contra el piso. Esto ni siquiera te dolía, solamente sentías como cedía tu cuerpo. Con cada azote tu nuca se sentía más blanda. No te quedaba ningún semblante de fuerza. El hombre se paró y te escupió. Te dio justo en un ojo. La mujer te vió con lástima, temblaba, porque sabía que ella era cómplice. Con lo último que te quedaba de vista pudiste ver como se la llevaba del pelo. Pobre. Para ella todavía no se acababa.

Intentabas respirar, pero no lograbas hacerlo. Tu cuerpo tosía y se retorcía, pero se te llenaba la boca de sangre y seguramente ya la estabas respirando. Ya no veías nada. Solamente perdías la conciencia poco a poco. Y moriste. No te enteraste del tercer gol.

Afuera del estadio perdiste la vida.

Pero a nadie le importó.

México es campeón del mundo.

Gerardo Gómez Ríos

Esposo, padre, hijo, ingeniero y autor.

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