El costo de la clemencia

Las paredes del bunker todavía resuenan, todavía vibran. No por el impacto de la bala, sino por el grito y los sustos de los que están en la mesa. De todos los presentes, el susto más fuerte se lo llevó la mujer. Alcázar estaba sentado al lado de ella, después de todo. Y al otro lado de él está el anciano, seguro ni puede escuchar bien y por eso no le importa. La mujer se pone a llorar en silencio. Quiero acariciarla, me recuerda a mi madre. Su cabello castaño y sus ojos azules la hacen parecer un ángel. Este está acongojado. Lloran de la misma manera. La sangre y los sesos se le salpicaron encima. Creo que todavía no se da cuenta. La quiero limpiar. Quitarle la ropa y lavarla con agua cálida, quiero decirle que todo está bien, que no va a pasar nada. Pero no puedo. Los demás me van a ver. El juego tiene que continuar.

Me acerco al muerto para quitarle el arma de las manos. El olor es metálico y pesado. Hay sangre y sesos derramando desde el techo. Uno de los ojos sigue intacto, pero colgando de su lugar habitual. Se metió el cañón en la boca. Nunca me había tocado alguien que hiciera eso; siempre se lo ponen contra la cien, o contra la mandíbula. Es como si hubiese sabido con certeza que iba a morir. Pero en la ruleta rusa la suerte manda...

Cuando tomo el arma me doy cuenta de lo que sucedió. Pesa lo mismo que cuando la cargué. Reviso la cámara y en efecto, aún hay una bala. Hijo de toda su reputa madre. La temperatura se me sube, se me revuelve el estómago, las rodillas me tiemblan. Quiero vomitar. Quiero vomitar en lo que queda de su cabeza. Y orinarlo todo. Y escupirlo y aventarlo a la calle a que se lo coman los perros y las moscas y los gusanos.

Un movimiento brusco me saca de mi fantasía. El que menos esperé que fuera el miedoso del grupo; porque siempre hay uno. Un cabrón de dos metros de alto, puro músculo y lleno de tatuajes, se levanta de la mesa llorando. Ya no quiero estar aquí, dice entre sollozos y mocos. Me ve. Siento asco. Se mueve hacia la puerta despacio, pero cuando me ve caminar hacia la barra se pone a correr. Cuando saco la escopeta que tengo guardada él ya está golpeando la puerta del bunker, desesperado. ¡No, por favor! ¡No me hagas nada! Yo no quería venir…. Yo no quería venir. Levanto mi arma y camino hacia él. Sabe lo que viene y su llanto se multiplica. Es tanto que colapsa en el suelo. Todos me están viendo, lo sé. Y los odio ahora más. La mujer intenta detenerme, escucho su voz. Pero ni ella va a poder evitar que jale el gatillo, no esta vez.

El impacto es contundente. Su cabeza explota y me salpica las piernas. Puta madre. Cinco jugadores, quedan tres. Uno encontró la manera de suicidarse y a otro lo tuve que matar. Ni siquiera ha empezado lo bueno y ya estoy harto de todo.

Excepto de ella.

La escucho soltar un suspiro. Lo quiero embotellar y llevarlo conmigo a todos lados. Quiero guardarlo y respirarlo cuando la vida se me haga dura. Quiero observar ese hálito bendito por todos los días de mi vida.

Meneo la cabeza. Fuerte. El juego debe continuar.

Señores, les voy a explicar las reglas una vez más. Al sentarse ya no se pueden levantar. Si quieren algo de beber me dicen a mí. Si quieren ir al baño se hacen encima, me vale madres. Cuando llegue su turno, el arma no puede bajarse de la mesa, o los tendré que matar. Si se paran, como ya vieron, los tendré que matar. Si apuntan a otro participante, los mato. Hablen todo lo que quieran, tenemos hasta el amanecer. Cuando salga el sol, si aún no se decide un ganador, pues lo tendré que ser yo, porque voy a matarlos a todos. La pistola gira a la derecha.

Ya dijiste todo eso una vez, me dice el anciano, apúrate. Dame la pistola.

Normalmente dejo la escopeta atrás de la barra, pero hoy no lo voy a hacer. Este pinche viejo me da mala vibra. No me escuchó el pendejo, la pistola gira a la derecha, le toca a la mujer. La pistola gira a la pinche derecha, ¿qué tan difícil es de entender eso? A la derecha. A la derecha. A LA DERECHA, PUTA MADRE.

Veo al anciano mientras poso la pistola frente a la dama, aunque quisiera no hacerlo. La pistola gira a la derecha, le digo. La veo a ella. Y ella ve el arma. Si pudiera se la quitaría de las manos. La pondría contra mi sien y dispararía hasta morir, para que ella pudiera seguir tranquila. La quiero abrazar y sentir su calor contra mi pecho. Quiero verla de cerca, sentir su respiración y llenar su boca con mi saliva en el beso más profundo y erótico de todos. Quiero sentir como su cuerpo se vence y se deja caer contra el mío, para sostenerla y hacerla mía.

Click.

Jaló el gatillo.

Su expresión es de susto, pero aún durante esta tormenta se mantiene con un aire de inocencia ligera. Me recuerda al mar de verano. Sosiego y prístino. Quiero hundirme en ella. Llegar a lo más profundo de su vientre y vivir ahí. Cálido y seguro. Escucharla como me canta y me arrulla. Ser parte de lo más íntimo de su ser.

Mis pensamientos se ven interrumpidos por el llanto dudoso del gordo. No puedo creer que tocaran tantos maricones esta vez. Primero Alcázar que se mató. Luego el otro fortachón que resultó ser el más culo de todos. Luego esta puta bola de manteca que no puede dejar de vibrar mientras llora. Y luego el pinche anciano mamón, se van a la verga todos. Lo bueno es que vienen a morir.

S-s-señor…

Volteo a ver a ese marrano, quiero decirle que qué vergas quiere. Pero me contengo.

Un v-v-vaso con vodka, p-por f-f-f-f-…

Lo sirvo rápido y se lo dejo en frente. Le toca el segundo tiro de cinco máximos. Veinticinco por ciento de probabilidad.

De sus fauces masivas salen palabras. Le tiembla la papada con cada letra que pronuncia:

Nunca pensé que me encontraría en un lugar así. Yo tenía una familia, y un buen trabajo. No era tan gordo, tampoco. Pero todo es culpa de mi hermano…

Me vuelvo a mi lugar detrás de la barra, el gordo sigue hablando. Recargo la escopeta y me distraigo. Veo el cuerpo de Alcázar. Bastardo inmundo. Es la única persona en todo el tiempo que tengo haciendo esto que se ha atrevido a volver. Siempre toman el dinero y se van corriendo. ¿Cómo lo hizo? Primero entró el gordo. A los dos minutos tocó la puerta la mujer y se sentó en la mesa pentagonal. El gordo no se sentaba aún. Luego entraron el grandote y el anciano, uno ayudando al otro. Y al final entró él. La punta superior del pentágono está opuesta a la barra, así quien se siente ahí me estará viendo de frente. Ahí se sentó ella. Y la veo, tan hermosa y pura. ¿Cómo habrá terminado en este lugar de mierda? No importa eso ahorita. Alcázar se sentó a su izquierda y a la izquierda de él se sentó el grandote. A la derecha de ella, el gordo, y a la derecha del gordo el anciano.

Alcázar me saludó. ¿Cómo estás colega? Le di la pistola a él primero, para que tuviera las más altas posibilidades de sobrevivir y poder ver nuevamente como se le iba la esperanza de los ojos cada que el arma se le acercaba. Quería verlo llorar de nuevo. Quería verlo sofocándose de angustia cada que le tocaba jalar el gatillo. Pero no pude. ¡Ya sé! Cuando me acerque a darle el arma, la mujer casi me tocaba. Me pidió un trago. Me congelé y no pude hacer más que verla con los ojos pelados. Tuvo que ser ahí que Alcázar puso la bala adicional. Bastardo suertudo.

Agito mi cabeza nuevamente. El juego debe continuar.

El gordo sigue hablando entre sollozos, no puede dejar de temblar. Quiero arrancarle la lonja y dársela de comer. Me da asco ver a esta bestia obesa que vibra completo con cada movimiento que hace. Sus dedos regordetes no pueden tomar el arma. Tiene miedo.

Me muevo de detrás de la barra con la escopeta levantada. Dispara, cabrón. La mujer y el anciano se sobresaltan un poco. El gordo me ve espantado.

P-p-p-pero….

¡LEVANTA EL ARMA HIJO DE TU PUTA MADRE! ¡PÓNTELA EN LA BOCA!

Click

Jaló el gatillo. No pensé que sería tan fácil. Bajo la escopeta.

El juego debe continuar.

El anciano toma la pistola, se la pone en la sien y dispara. Nada.

No hace nada, aparte de dejar el arma sobre la mesa. Le toca a ella. Es el cuarto de cinco tiros. Cincuenta por ciento de probabilidad. El gordo empieza a llorar otra vez, ahora más fuerte. Se le escurren los mocos y las babas. No puede dejar de temblar. Me causa mucha intriga. Es como si supiera que le va a tocar a él. La mujer toma el arma y dispara. Nada.

Le da el arma al gordo en la mano. Dispara, le dice. Ya es hora.

¿Qué?

El gordo voltea a ver al anciano. El anciano lo ve de vuelta y asiente con la cabeza. Y el gordo comienza a sollozar. Hay algo muy raro aquí. Cierra los ojos y se mete la pistola en el hocico.

Click.

El disparo suena fuerte. La pared de atrás de él se salpica de sangre. Se cae su cuerpo hacia atrás y cuando me acerco veo que sigue vivo. El pendejo no apuntó hacia arriba. Se voló la tráquea. No puede respirar, se le están llenando los pulmones con sangre. Me ve desde el piso. Desesperado por el dolor que se acaba de causar. Los otros dos no hacen nada. Me logra tomar del pantalón y jala con la poca fuerza que le queda. Me ve a mí y luego ve la escopeta. Me jala más fuerte. Pobre animal inmundo. Le haré el favor. Presiono el cañón de mi arma contra su cabeza. Y jalo el gatillo. Se hace un cagadal de sangre y sesos en el suelo. Pero cuando las cosas dejan de retumbar, al fin hay silencio. Los otros dos están completamente callados. No levantan las miradas. Y yo al fin siento algo de paz.

Tomo el revolver, voy detrás de la barra y pongo una bala. Giro el barril. Y camino hacia el anciano. El juego debe continuar, le digo mientras se la doy. Me volteo para ir a la barra y recargar la escopeta. No me puedo quedar con un solo tiro, no con este pinche viejo.

Click.

Fue rápido, pienso.

Aún no llego a la barra.

Click.

¿Qué? Me volteo a verlos. La mujer ya le está devolviendo la pistola al anciano. Los dos me están viendo.

Click.

Jala el viejo. Sin ver le da la pistola a la mujer.

Empiezo a sentir mucho calor. Aprieto la mandíbula.

Click.

Cuarto tiro, el último le toca a él.

La mujer le devuelve la pistola. No me han dejado de ver.

Click.

Nada.

¿Qué?

Ni siquiera pienso, solamente disparo. ¡No! Grita la mujer. Le doy al anciano en el pecho y se cae al suelo. A pesar del chillido en mis oídos puedo escucharlo a él todavía. Está batallando para respirar.

La mujer se levanta inmediatamente. Corre hacia mí para quitarme el arma. Pendeja, le grito. Y la abofeteo con la cacha. Se cae al suelo. Corro detrás de la barra. Estoy temblando. El corazón lo tengo muy acelerado. Me sudan las manos. No puedo tomar una bala para la escopeta. La caja la rompo a la verga. Se caen todas al suelo, pero atrapo una. La mujer se levanta. Se mueve hacia mí. Abro la cámara y casi no lo logro, pero meto la bala. Se mueve para agarrarme. Levanto la escopeta. Justo en su pecho.

Todo se detiene.

Ella me ve. Y yo a ella.

No puedo dejar de temblar.

Dispara. Me dice. Al mismo tiempo que se presiona contra el cañón.

Mi voz se quebranta. No mamá, por favor. No puedo.

Su semblante cambia y se me acerca. La veo perplejo. Me acaricia la cara.

Vuelan a mí los recuerdos.

El mismo pelo castaño, los mismos ojos azules. La misma tensión en el aire. El mismo olor a alcohol.

Los balbuceos de un padrastro borracho. El olor pesado de su sudor. Los sonidos del sexo forzado. El llanto quieto y pausado de mi madre. Y el calor que siento en el pecho. Igual a esa vez. Cuando me enfrenté a él.

DÉJALA EN PAZ.

Pero en su frenesí sexual no me escuchó. Y ella me veía, con las piernas abiertas y con el simio encima de ella. Me abría los ojos y se mordía la lengua, me decía que no. Sus lágrimas espesas, nunca cesando.

Me subí a la cama y lo empujé.

El golpe que me dio me hizo retumbar el cerebro. Perdí el balance y vi blanco. Choqué contra el piso.

Entiende una cosa, niño pendejo. Ella es mía. Y voy a hacer lo que yo quiera con ella.

Mi madre no hacía más que llorar. Sé que quería intervenir, pero el miedo le ganaba. Dosis diarias de maltrato le hacen eso a la gente.

Se volteó para seguir su acto. Y yo como pude me levanté. Y lo empujé de nuevo.

 AHORA SI VERGA, TE CREES MUY HOMBRE. VAMOS A VER DE QUE ESTAS HECHO, CABRÓN.

Me tomó del cabello y me arrastró a la cocina. Mi madre histérica, gritando ahora sí. Pidiéndole clemencia. Que no me hiciera nada.

Cuando sacó el revolver del cajón ella corrió a detenerlo, supongo. Pero solamente una mirada fue suficiente para congelarla en su lugar. Solo lloraba. Sintiéndose inútil. Porque eso es lo que era, al menos en ese momento.

A mi sorpresa, me dio la pistola. Se hincó en el suelo. Mátame.

Mátame.

Las palabras aún hacen eco en mí.

Mátame. Y te libras de mí para siempre.

Y con el revolver en la mano, el cañón en su frente, comencé a llorar. Eso hace la promesa de la libertad.

No tienes que. Me dijo ella.

No lo hagas. No seas como él.

Y mi dedo temblaba en el gatillo. Y él me veía fijamente. Retándome con la mirada. Y ella llorando y pidiéndome que no lo hiciera.

No sé cuánto tiempo pasamos así. Pero no pude hacerlo. No después de lo que me dijo ella. Lo último que deseaba en el mundo era parecerme a ese bastardo inmundo.

Maricón. Me dijo. Y tomó mi mano, que aún sostenía la pistola.

La apuntó hacia mi madre y me hizo jalar el gatillo.

Justo en el corazón.

Dijeron los vecinos que cuando me encontraron estaba recogiendo la sangre del suelo, intentando verterla en el orificio. Mi madre ya muerta. Y yo desesperado.

No tengo ninguna recolección de ese momento.

La policía nunca lo pudo arrestar.

Ni tenían por que hacerlo. Yo fui quien la mató. Por cobarde.

Ese fue el costo de la clemencia.

Me regresa a la realidad el sonido del revolver. El mismo revolver de mi padrastro. Disparando.

El anciano en el piso, apenas levantado, le disparó a la mujer que escapaba del bunker con el bolso del dinero.

Una vez más tengo que ver a mi madre morir. Y corro hacia ella. Gritando. Llorando.

Y ella me toma de la camiseta y me pide que la mate. Que no puede sentir sus piernas.

No mamá, por favor no me hagas esto. No puedo. No de nuevo.

El anciano grita algo que no logro entender.

En la escopeta me queda un tiro.

Y afuera del bunker una tormenta arrecia. Los truenos no me dejan pensar.

Escucho el leve susurro del revolver que me dice cobarde.

Yo la maté.

Me pongo el cañón en la boca y jalo el gatillo.

Gerardo Gómez Ríos

Esposo, padre, hijo, ingeniero y autor.

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