El tesoro del convento

Todos los días por la mañana, antes de iniciar la sesión, la maestra Carmen Miravalles disponía sobre su escritorio sus materiales de enseñanza. Por sobre la tiza y la vara, un pesado cuaderno forrado en piel llamaba la atención. Este contenía la lista de asistencia diaria para cada grupo al que había enseñado Carmen. Todos los días, durante más de veinte años, había tomado la asistencia de sus grupos; una vez por la mañana y otra vez por la tarde después del recreo. Los niños debían pararse al lado de sus pupitres y decir en voz alta y firme: “Presente”, cuando la maestra llamaba sus nombres, para después sentarse, derechos de espalda y en silencio, aguardando instrucciones. Para los impacientes y los rebeldes la vara antes mencionada era el instrumento empleado para la disciplina. Un golpe certero en los nudillos de una mano en posición dorsal era rara vez insuficiente para tranquilizar a un muchacho; para el resto de las ocasiones, un golpe adicional en la nuca extinguía cualquier llama. Tal maestría tenía Carmen sobre esta vara que podía utilizarla de matamoscas. Pero tal hazaña era muy pocas veces celebrada, porque los niños que aplaudían compartían el mismo castigo con las moscas cuya muerte vitoreaban. La maestra sentía orgullo cada vez que azotaba unos nudillos, o una mosca, porque era precisamente esta atención a la disciplina y al detalle que la habían convertido en tan cotizada maestra de escuela. Los niños más revoltosos y rebeldes salían de su aula convertidos en auténticos monjes. Tenía a varias madres del pueblo rogando porque hiciera cupo en su salón para sus hijos. La escuela, sabiendo el valor de esta mujer, la mantenía alegre con un sueldo que doblaba al de sus contemporáneas. Extraño, entonces, muy extraño en realidad, que una tarde de verano no hubiera notado que faltaba la presencia de dos de sus más nuevos alumnos.

Raúl Alcázar II, primogénito de Raúl Alcázar, alcalde de San Lázaro y segundo hijo de Ovidio Alcázar III, primogénito de Ovidio Alcázar II, primogénito de Ovidio Alcázar, fundador del pueblo de San Lázaro, había sido, por insistencia de su madre, inscrito en la escuela del pueblo en lugar de ser instruido en privado. Ella creía que era importante que el futuro regente del pueblo conociera bien a su población. No queriendo aceptar que su mujer había tenido una buena idea e ignorante de lo que aceptar esta misma implicaba para él, Raúl Alcázar había aceptado. El pequeño Raúl, desde que podía recordar, siempre había rechazado la pomposidad que su familia exhibía. Prefiriendo jugar con sus perros que aprender inglés, o nadar en el lago que aprender historia; y los sirvientes de la casa apreciaban las horas de silencio ahora que Raúl asistía a la escuela. Con tal de no ser el hijo que su padre exigía, Raúl aceptaba cualquier reto que le valiera una nueva reputación. Y fue así como en el primer día de clases se había parado sobre el escritorio y había entonado una canción soez; de esas que cantaban los marineros por las noches cuando estaban borrachos. Fueron tres golpes de la vara de la maestra Carmen que lo hicieron bajar apresurado y sentarse recto nuevamente.

“Todos conocen al payaso, jovencito,” dijo la maestra enfadada, “pero el payaso no conoce a nadie”.

Aunque filosóficamente correcto, en práctica esto fue falso. Durante el recreo de ese mismo día se le había acercado Conejo Sánchez, séptimo hijo en una casa de nueve, buscando entablar una amistad. Conejo, queriendo sobresalir del resto de sus hermanos, había encontrado en Raúl un compinche con quién hacerse fama.

Y vaya que se la hicieron.

No pasaron muchos días del período escolar antes de que estos dos escucharan a algunos niños mayores hablar sobre el reto del viejo convento. Y así nada más, los dos aventureros decidieron aceptarlo.

El reto consistía en entrar al viejo convento y estar ahí durante el mayor tiempo posible. Excepto que, quienes lo llevaban a cabo lo hacían durante la tarde después de la escuela; y dependían del atestiguamiento de sus amigos para comprobar su valentía. Raúl y Conejo, en vez, habían modificado las reglas: Lo harían durante las horas de escuela, y dado que nadie estaría ahí para creerles, no había otra solución más que salir con algún objeto.

Escapar de la escuela sería el primer reto.

El patio de la escuela consistía en un campo, mayormente de tierra, que abarcaba un área muy grande, cerca de dos manzanas. Durante el descanso los niños se perseguían, jugaban con la pelota y se movían como solo los jóvenes pueden. Detalle que captó la mente de Raúl, porque en los días en que no había mucho viento, las nubes de tierra quedaban suspendidas cerca del suelo. Si era difícil ver la pelota entre el terregal, desde luego que sería difícil ver a dos niños saltándose la barda. Pero, así como unas mentes elucubran, otras mentes se preparan. Y Don Heladio, director de la escuela, riendo por detrás de su pesado bigote, había contratado a tres dependientes, que durante los recreos servirían de guardias, rondando el terreno detrás de la escuela. Los ponía afuera y no adentro porque adentro servirían para disuadir a los niños intentando escapar, afuera servirían para atraparlos con las manos en la masa. Pero a pesar de las historias de fallidos intentos que rondaban entre los alumnos adolescentes, siempre había alguno dispuesto a intentar. Buscaban salirse para poder fumar, o ver si conseguían algo de aguardiente. Pero nunca lo lograban, porque Ramón, Benito y El Tuerto siempre los atrapaban; especialmente bueno para esto era El Tuerto, que con gritos y gesticulaciones exageradas los apresuraba a la oficina de Don Heladio, diciéndoles que de no terminar sus estudios quedarían tuertos como él.

Día tras día pasaban Raúl y Conejo, observando, esperando a la oportunidad perfecta para escaparse. Hasta que, al fin, un día húmedo y pesado, un grupo de muchachos particularmente revoltosos intentó escapar del patio de la escuela. Pensaron estos jóvenes que los tres dependientes no tendrían posibilidad de atraparlos a todos.

“Y al que atrapen se chingó.”

“Y nadie dice los nombres de los demás.”

De haber puesto más atención en clase, recordarían las lecciones de Omar Salgado, su maestro de historia, cuya mayor pasión eran las historias de guerra, particularmente en las que los ejércitos pequeños derrotaban a los grandes.

“El primer error en cualquier guerra es subestimar al oponente.”

Lo decía siempre que podía, con un dedo levantado pontificalmente, la voz agravada y la tez ofuscada, instilando en su alumnado una de las lecciones más importantes de la vida. Pero los adolescentes son estúpidos y nunca ponen atención; siendo así que se encontraron los seis bien atrapados por los dependientes. Ramón atrapó a uno, Benito a otro más y El Tuerto llevaba a cuatro. Este último había pasado la mayor parte de su vida arreando vacas para trabajar y luchando con toros por diversión, para él arrear a un muchacho de 50 kilos era lo mismo que un descanso. Cuando entraron a la escuela nuevamente los llevaba agarrados de los cintos, dos en cada mano, regañándolos fuertemente y con plena intención de que los demás niños entendieran algo muy sencillo: Nadie se puede meter con El Tuerto.

Excepto, claro está, Raúl y Conejo, los héroes de nuestra historia; que aprovecharon el altercado para brincarse la barda con la ayuda de unos ladrillos viejos que había tirados cerca de ella.

Y así, no más, se encontraron corriendo por las calles adoquinadas del pueblo. Las mismas calles de siempre, por las que habían corrido varias veces ya, excepto que en este momento no podían parar de reír, jadeando por la emoción y la intriga.

“¿Qué crees que hallemos?” preguntó Conejo.

“Oro.” Le dijo Raúl, sin quitar la vista del frente.

“No, como crees.”

“Tiene que ser oro; todos siempre han buscado el tesoro, hay leyendas de ese tesoro. Tiene que ser oro. Vamos a ser ricos.”

“Si.”

Cruzar por la Plaza de los Amantes era la manera más sencilla de llegar al camino al convento, céntrica, así como era, con todas las calles del pueblo dando a ella. Pero estando San Lázaro en pleno auge, había actividad en esa plaza a todas horas del día. La posibilidad de ser atrapados era elevada y en vez prefirieron continuar recto, derechito hasta la playa.

Con sus piernecillas apresuradas corrían por sobre la arena. El rocío del mar, el picor del sol, el piar de las gaviotas; se sintieron libres. Y se voltearon a ver en un momento de genuina amistad y compartieron una bellísima carcajada. Decisivamente creían haberse salido con la suya. Sin saber, desde luego, que esa libertad que sentían era el único tesoro que valía la pena.

Rodearon la plaza central y se adentraron al pueblo nuevamente, tan solo para salir de él lo antes posible y tomar el camino al convento.

En el año de nuestro Dios 1651, siendo arzobispo Don Fernando Serrano Sorolla de Bonilla se fundó el convento de la Sagrada Fe bajo la Ordo Praedicatorum. Encargado de sobrellevar la evangelización de las tierras de las Indias Occidentales, ayudado por los hombres del Capitán Genaro Alcázar, abuelo de Ovidio Alcázar, futuro fundador del pueblo de San Lázaro. Contra toda lógica y consejo de Genaro, Don Fernando había tomado la decisión de edificar el convento no cercano a la playa; donde la brisa refrescaría a los que se esforzaban por construir; sino adentrado en la jungla, más o menos tres kilómetros de la orilla de la playa, donde el calor se volvía infame y, francamente, poco natural. Defendiendo su postura de que la Fe se debe de sufrir, Don Fernando dirigía los esfuerzos de construcción. No tanto que dirigiese en materia ingenieril, sino en materia de ánimos. Regañaba fuertemente a cualquier hombre que se atreviese a tomar un descanso, diciéndole que “Dios mira con gusto a aquellos que se sacrifican, no con tanto a aquellos que no.” Y así durante meses insistió, por sobre la voluntad de Genaro. Varios hombres murieron durante la erección del edificio. Por deshidratación o calor, quien sabe. Pero sus cuerpos no encontraron reposo en el convento que construían, sino que fueron descartados en la jungla, para que los animales los consumieran.

“Genaro.” Le decían.

“Genaro, es tu culpa, Genaro.”

“Ese viejo nos mató Genaro. Y tú. Tú también.”

El capitán, por el resto de su vida, no dejaría nunca de escuchar las voces de sus hombres, culpándolo por sus muertes. Pues convencido estaba él que, de haber sido más asertivo, todo hubiese sido muy diferente. Y acechado por su culpa, abandonó su puesto. Y de paso, también abandonó a su nieto. Sin líder y sin ganas, el resto del platón desbandó igual. Dejando un convento terminado, un arzobispo obsesionado y un niño abandonado.

Ovidio, de solo diez años de edad, se encontraba ahora bajo la tutela de Don Fernando Serrano Sorolla de Bonilla, quien lo mantendría a merced de la Santa Iglesia. Educándolo en los Santos Escritos y en la historia y filosofía de la Iglesia Católica. Solamente quince años después el arzobispo moriría de vejez. Previendo esto, debido a la progresiva debilidad de su cuerpo, encargó a Ovidio que cuidara del convento y de las monjas y de la institución. Que observara por la continuación de todo por lo que habían trabajado en los últimos quince años. Y Ovidio le dijo que sí. El viejo murió en paz. Acto seguido Ovidio salió del convento y se dirigió a la playa. Se acercó a la primera caravana de mercantes que vio y los invitó a quedarse. Diciéndoles que esa tierra era de él, y estaba buscando quien la poblara. Sería él su líder, en el nuevo poblado de San Lázaro. Algunos aceptaron, otros no. De la jungla encontraron materiales para sus casas, del mar encontraron alimento. Poco a poco creció el pueblo, donde solamente había una regla: No te acerques nunca al convento.

“¿Y las monjas?” Le preguntaron.

“Que se salven como puedan.” Les respondió.

Regla que seguía vigente, pero nadie recordaba, excepto el viento; que hacía su mejor intento por susurrarla a los niños que llegaban a las tierras del convento. El sentimiento de libertad que habían sentido hasta entonces se había ahora convertido en un constante, aunque leve (por lo pronto), sentimiento de urgencia. El camino hacia el edificio era adoquinado, como en el pueblo, excepto que estos ya se encontraban en su mayoría rotos, con hierbas y lianas protuberantes como gusanos en un intestino infectado. Cada paso que daban era más difícil, porque entre más se acercaban al convento, más sentían el calor del infierno que había ahí dentro. Sin darse cuenta comenzaron a acercarse el uno al otro, sintiendo con cada paso que daban que debían de regresar a su escuela.

La fachada ruin y destituida por años de intemperie contaba ahora con enredaderas descontroladas que se crepaban entre cada rincón del edificio. Parados frente a este, los ruidos de la jungla se enmudecían, se volvía áfono el barullo del pueblo y el del mar. El aire se volvía pesado y pantanoso y el calor húmedo se arreciaba, instilando el miedo en cualquiera que se acercase.

Formada en madera de encino rojo, la puerta principal había sorprendentemente sobrevivido a todos los años de uso. Y también los de desuso. Aún se distinguían muy bien las figuras de los cristos colgados y las vírgenes lloronas. También de los santos había imágenes, pero no de todos, solamente de los más sufridos. Aquellos que quedaron sin piel, o entrampados por animales salvajes, quemados vivos y ahogados, solamente esos estaban en la puerta. Todo ese sufrir hizo resonar algo en los niños que los instaba, empedernidamente, a no entrar al convento. Las agarraderas de la puerta, ennegrecidas por el tiempo, se sentían frías al tacto. Empujó uno, sin éxito. Empujó el otro, fallando también. Empujaron ambos, y nada. Eran los cristos y las vírgenes y los santos que abarrotaban la puerta y les negaban la entrada.

Cuando Raúl se volteó para irse de ese lugar maldito, Conejo vio una ventana rota cerca de la puerta.

“Mira Raúl, por ahí podemos entrar.”

Se arrepintió inmediatamente de lo que había dicho, porque de no haber dicho nada, tan solo hubieran vuelto y ya. Raúl, que había tomado la iniciativa de irse, maldijo entre dientes la observación de su amigo, porque para demostrar que no era ningún cobarde, volteo rápidamente, con el corazón a mil por hora, y con una pequeña carrera y un hábil salto, se encontró dentro del vestíbulo principal del convento. Encontrando la mirada de Raúl, Conejo se dispuso a hacer lo mismo. Pero con considerablemente más miedo. Mismo sentimiento que lo entorpeció un poco, porque al hacer el salto se apoyó sobre el marco de la ventana y se hirió la mano. Temblando hasta de los dientes, vio a Raúl a los ojos y le dijo:

“Mejor no. Ya vámonos. No importa lo que nos digan.”

Pero Raúl, ignorando todas las alarmas de su cuerpo y de su mente, y con una recién descubierta valentía, lo vio de vuelta y le dijo firme:

“No. Yo de aquí no me voy sin mi tesoro.”

Conejo no pudo hacer nada más que aceptar, porque cuando volteo a ver el camino de entrada a través de la ventana, no lo vio como lo había visto antes. Vio un camino tan largo que llegaba hasta el final de su vista, que se torcía una y otra y otra vez, prometiéndole una travesía casi imposible. Agitó la cabeza y se frotó los ojos, pero el camino solamente se hacía más largo y más curvado. Se volteó rápidamente y alcanzó a Raúl, quien ya había avanzado varios pasos hacia un primer pasillo. Y ahí al lado de su mejor amigo, pudo respirar hondo y logró tranquilizarse. Avanzaron despacio, casi quietos. Con cada paso buscando, tanteando, en aquella anormal oscuridad, cualquier recoveco que pudiese albergar un tesoro.

Hace bastantes años ya, el convento había sido vaciado por los conscriptos de la revolución, que luchaban una guerra casi perdida. Habían tomado cualquier cosa de valor, de paso violando a las monjas y vaciando sus alacenas. Guardaban ellas, para las misas de los días más importantes, un Cristo de oro sólido debajo del altar de la capilla. El sargento del escuadrón, que no era un hombre muy religioso, había tomado a este Cristo y lo había fundido. Hizo monedas de oro para poder pagar a los mercenarios que se les habían unido y para intercambiar por municiones, ropas y comida. Poco a poco se dieron cuenta de que en los días que las monjas habían dado sus misas, las monedas mostraban el rostro de Cristo. Estas monedas multiplicaron rápidamente su valor y se convirtieron, más que un objeto de intercambio, en uno de buena suerte y protección. El sargento, buscando favor del General Torres (líder de la revolución), le entregó un puñado de monedas y le dijo: “Con Cristo de nuestro lado no podemos perder”. Cualquiera que llevase estas monedas consigo era extrañamente inmune a cualquier enfermedad que rondase por el campo de batalla. Después de la guerra algunas de estas monedas circularon nuevamente por San Lázaro, abrillantando cualquier repisa que las sostuviera. Pero con el tiempo el fenómeno se detuvo y se volvió leyenda. Pero al día de hoy, por tradición, las mujeres de San Lázaro aún ponen una moneda de oro junto a una imagen de la Virgen y piden por la seguridad de sus maridos cuando estos salen de casa a la batalla más dura de todas, la de proveer por su familia.

De ahí había nacido la leyenda del tesoro del convento. Y habían sido varios los hombres que se habían adentrado en el decrepito edificio buscando cualquier remanente de valor, cualquier cosa que les ayudase a adquirir esa mítica protección contra los males terrenales.

Pero nadie había nunca encontrado nada. Porque en realidad ya nada había. La incursión al convento se había convertido, entonces, en una especie de rito de pasaje para los jóvenes del pueblo. En la mayoría de edad había que entrar y salir con algo, lo que fuera, que demostrara que habían estado ahí dentro. Simulando lo que los revolucionarios de hacía tantos años habían hecho para ganarse su libertad. Por esto mismo las puertas (salvo la principal), las perillas, los candelabros, las sillas, mesas, cuadros, adoquines, lámparas, velas, todo había, con el tiempo, desaparecido. Dejando el edificio cada vez más en ruina. Y poco a poco, como suele suceder con estas cosas, el rito se había convertido en reto.

Entrar y salir.

Grupos de jóvenes se aglutinaban a algunos metros de la entrada y veían como uno o dos valientes abrían la puerta principal. Y sosteniendo las respiraciones y excitados hasta el alma, esperaban con ansias el momento en que salieran. Los más afortunados salían caminando tranquilos, evidenciando su “hombría”. La mayoría salían temerosos, con duda, preocupados de alguna maldición. Y los más desafortunados salían corriendo, con los pelos en punta, llorando y gritando, contando tenebrosos sucesos que habían ocurrido: Encerrados ahí dentro durante días, comiendo tierra y bebiendo sus orines para poder sobrevivir a los incontables terrores que ahí se desenvolvían. “Exagerados.” Les decían los demás. Descartando sus recuentos como un grito de atención, porque ninguno tomaba más de tres minutos en salir.

Hasta ahora.

Porque en esta ocasión Raúl y Conejo llevaban mucho más de tres minutos reptando por esos pasillos viejos y saqueados, sintiéndose insectos en una colmena extraña. Con los sentidos erizados, esperando encontrar algún diablo detrás de cada esquina, siendo sobresaltados por cualquier ruido y cada vez más juntos, buscando consuelo en el calor corporal del otro.

Cuando llegaron a las escaleras que daban al sótano sintieron tal penumbra que quisieron huir despavoridos. Pero contrariando a sus instintos de supervivencia, optaron por bajar, porque, como hemos aclarado antes, realmente ya no quedaba nada en el convento y estaban decididos a encontrar su tesoro. Bajaron lentamente, con respiraciones agitadas, ensimismados (prácticamente fusionados) hacia lo que parecía ser el abismo más profundo de la existencia. Y cuando finalmente llegaron hasta abajo sintieron el frío más intenso que existe. No el que siente en los músculos, ni el que se siente en los huesos. Sino el que se trepa desde los pies, llega al abdomen y se adentra en el cuerpo, que se siente en medio del tórax y causa un vacío ahí dentro. El tipo de frío que se siente cuando se ha perdido la esperanza y uno se da cuenta de que se ha adentrado en una situación de la que no hay escapatoria y lo único que queda es esperar a la muerte.

Pero hasta en las tinieblas más ominosas existe un descanso para el justo; porque por una pequeña ventanilla del lado contrario de las escaleras entraba una tenue luz de luna, plateada y pálida. No tuvieron tiempo de procesar que ya había anochecido (ni las horas que habían estado ahí metidos), porque al final de ese vástago de luz se miraban un pico y una pala. Aunque a punto estaban ya de quebrarse, tanto los niños como las herramientas, la simple presencia de las mismas les elevó la moral. Lo que antes parecía ser una tarea titánica se había convertido en solamente una cuestión de tiempo. El frío que habían sentido se había convertido en un calor destellante. Sintieron la fuerza volver a sus músculos, la motivación de quien espera una recompensa fluía por su sangre, comenzaron a trabajar justo por debajo de la ventana, que ofrecía la única fuente de luz.

Poco a poco comenzaron a abrirse paso por la pared. Ladrillo tras ladrillo. Y después cuando terminaron el muro continuaron contra el terreno. Piedra tras piedra. Uno picando y el otro quitando el escombro, convencidos de que pronto podrían disfrutar de una riqueza sin medida y de una fama sin precedentes. Continuaron así durante horas, hasta que la débil luz que entraba por la ventanilla no era de luna, sino de sol. Como no habían hallado nada, decidieron tomar un descanso. Se postraron sobre el piso, viéndose entre sí, felices de haber avanzado en su cometido. Pero cuando voltearon a ver el resultado de su trabajo se dieron cuenta de no eran piedras las que habían estado quitando. Eran huesos y cráneos humanos. Pequeños, pero no de infantes, como el hermano pequeño de Conejo, sino más diminutos aún. Y había cientos de ellos.

Cientos y cientos de pequeños cráneos humanos.

“Tiene que ser una trampa,” dijo Raúl.

“Sí… para que dejemos de cavar,” le respondió Conejo.

Y así como así continuaron cavando en un frenesí endemoniado. Picando y cavando. Picando y cavando. Con el sudor sobre las frentes y dándose ánimos el uno al otro. Pasaron años, no, décadas ahí dentro. Trabajando. Sacando huesos. Sin frenarse, sin detenerse, siempre hacia delante. Ya envejecidos cayeron muertos. Tan solo para levantarse el siguiente día, niños nuevamente, y seguir trabajando. Picando y cavando. Picando y cavando.

Afuera del convento, en el pueblo, la búsqueda ya había comenzado. Dos madres desesperadas habían salido a las calles en búsqueda de sus pequeños. Juntaron toda la ayuda que pudieron. Montones de personas rondaban por las calles, buscando por debajo de cada piedra, detrás de cada rincón, arriba de cualquier árbol, dentro de cualquier pozo; por cualquier señal de los dos niños que habían desaparecido.

La lista de asistencia de la Maestra Carmen Miravalles los marcaba como presentes. En ambas ocasiones. Ella nunca aceptaría que no recordaba haberlos visto durante la tarde.

“Estoy segura de que aquí estaban. Llevo más de veinte años haciendo esto, ¡yo no me equivoco!”

La versión oficial fue que habían desaparecido después de salir de la escuela. La policía montó un esfuerzo de búsqueda; fueron a los pueblos aledaños alertando a cualquier transeúnte que se estaba buscando a dos niños pequeños.

“Recompensa por cualquier información que dé con su paradero.”

Durante dos meses la búsqueda fue activamente liderada por varios personajes del pueblo, pero nunca rindió fruto. Lamentablemente nadie pensó en el convento, como suele suceder en este tipo de situaciones. Pasó un año antes de que el padre Anselmo dejara de pedir por ellos diariamente. Poco a poco los pueblerinos dejaron de buscarlos, convencidos de que lo que fuere que hubiese sucedido ya no tenía forma de ser revertido.

La madre de Conejo, una viuda con otras ocho bocas por alimentar, tuvo que lidiar con su luto rápidamente. Lamentó la desaparición de su hijo por el resto de su vida, pero los esfuerzos del diario debían de ser dirigidos hacia otro lado.

La madre de Raúl, al contrario, había perdido a su primer y único hijo. Se paseaba por las calles del pueblo, llorando y gimiendo como hacen las madres desamparadas. Pidiendo clemencia a Dios, que le devolviera su tesoro. Que la ayudara a llenar ese vacío que tenía dentro. Cuando el padre de su hijo, el alcalde, la divorció, ella ni siquiera se enteró. Nada había ya en la mente de esa mujer más que encontrar a la única luz de su vida. A quien se animara a escuchar ella les contaba su historia, o la de él, más bien. Caía dormida cuando su cuerpo no podía más, y apenas podía, se reincorporaba para seguir llorando. La madre del desaparecido, le decían.

Con el pasar de los años la herida colectiva de haber perdido a dos criaturas se fue diluyendo de la memoria del pueblo. Los jóvenes ahora la conocían como la loca del desaparecido; porque ella continuaba su llanto con la misma angustia y desolación desde el primer día. Comía y bebía lo que cualquiera le diese y lo hacía llorando. Vagaba por las calles, siempre pidiendo ayuda, que la ayudaran a buscar, que si alguien sabía algo que le dijeran, que si estaba presente el villano que le arrebató a su hijo que por favor se lo devolviera, que si alguien sabía cómo curar ese dolor que tenía dentro, que por favor se lo curaran.

Un día la vieron sentada en la arena frente al mar, llorando desde la mañana hasta el anochecer. Esa noche hubo una tormenta que elevó la marea a tal grado que causó una inundación que duró semanas. La madre de Raúl jamás fue vista nuevamente.

Al día de hoy, quién se acerca al viejo convento, si pone la suficiente atención, puede escuchar el distintivo ruido del metal contra la piedra. Metal contra hueso, más bien.

Click.

Clack.

Click.

Clack.

Picando y cavando.

Picando y cavando.

Cráneo tras cráneo tras cráneo tras cráneo.

Porque los dos niños, luego hombres y luego ancianos, siguen buscando algo.

Lo que sea, ¡carajo!

Que se pueda considerar un tesoro.

Gerardo Gómez Ríos

Esposo, padre, hijo, ingeniero y autor.

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