Cuando me clavé una espina

Ayer conocí a una flor.

Una flor de cabellos de almendra y de ojos coquetos.

Con una constelación de pecas sobre su cara.

Y con unos labios que invitan al beso y guardan una lengua que sabe a vida.

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Cuando era pequeño, hace muchos años ya, en el patio trasero de la casa de mi abuela había un rosal. De esta planta brotaban incontables flores, cada una más bella que la anterior. Un día de primavera, en que todas las flores presumían su belleza me acerqué a la que yo pensé era la más hermosa de todas. Estiré mi mano para robármela, pero fui descuidado y me pinché un dedo con una espina larga y afilada. Desistí de mi esfuerzo rápidamente, impresionado por la gruesa gota de sangre que brotaba de mí. Mi abuela, habiendo visto la escena, se acercó a reconfortarme, hincándose a mi lado. Tomó mi nueva herida y la besó, explicándome a la vez, que siempre que buscara tomar una rosa debía de ser muy cuidadoso. “Las espinas de estas flores son peculiares,” me dijo, “si te pinchas con una, la espina va a meterse en tus venas y va a seguir ese camino hasta llegar a tu corazón y ahí se va a quedar por siempre.”

Nunca más volví al rosal.

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Ayer conocí a una mujer.

Pero al tocarla con mis labios, me pinché.

Y entonces supe que mi abuela decía la verdad.

Gerardo Gómez Ríos

Esposo, padre, hijo, ingeniero y autor.

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